Te quedas a dormir en casa de un amigo. Tienes once años. A eso de las cuatro de la madrugada te despiertas con una sed apremiante y bajas a la cocina porque recuerdas esa jarra de agua fresca que has visto antes en la nevera. Tienes que bajar los escalones a ciegas, no quieres encender la luz porque temes despertar a alguien. Es una de esas casas enormes de dos plantas decorada con objetos caros y exóticos procedentes de distintas partes del mundo. El padre de tu amigo es capitán de barco y pasa meses y meses fuera de casa. Aunque jamás lo has visto personalmente, conoces su aspecto gracias al gigantesco retrato al óleo que cuelga sobre la chimenea. Es un señor de porte atlético, rubio, el rostro tenso y fibrado, una frente curtida por el sol, ojos azules. Mientras cruzas el salón de puntillas, alguien abre la puerta principal y enciende las luces. Quedas expuesto. Un tipo vestido con un uniforme blanco idéntico al del cuadro acaba de llegar a casa. Sostiene una gorra de capitán en una de sus manos y una bolsa de deporte en la otra. Ambos os quedáis paralizados y os miráis a los ojos. Es un señor espectacularmente gordo, tres pueblos más allá de la obesidad mórbida. Y no es rubio. Ni sus ojos son azules. Son de color marrón mierda y te miran de tal modo que no puedes evitar empapar tus pantalones y una preciosa alfombra persa.
lunes, 23 de agosto de 2010
martes, 17 de agosto de 2010
ÁNGELES DEL INFRAMUNDO
Por esta vez, han decidido romper la imagen de superficialidad y culto a la imagen de los previos de la Fórmula 1. Han sucumbido a la idea de que mostrar a chicas despampanantes ligeras de ropa paseándose entre los pilotos con sus tops promocionales puede resultar machista e hiriente para la mujer ordinaria. La Formula 1 quiere mostrar que también está comprometida con quién sabe qué. Por eso eligen la carrera de Mónaco -la Meca del glamour- para sustituir a las supermodelos por jovencitas con síndrome de Down. Chicas sonrientes con retraso mental y gorras de Firestone que deambulan desorientadas entre una selva de piezas mecánicas y señores con walkie-talkies. Muchachas con la mirada perdida que dan sombra con sus paraguas a los pilotos de élite mientras contestan con sus alaridos a los rugidos de los motores. Bellezas de otra dimensión con enormes caderas que saludan a la grada mientras se mean en sus shorts de lycra y a las que un comentarista de la televisión pública belga define en un desafortunado arrebato poético como "auténticos ángeles del inframundo".
martes, 10 de agosto de 2010
EL CONEJO BLANCO
Contratan a un mago para que amenice la fiesta de cumpleaños del pequeño de la casa. Es el tipo de cosas que hacen las familias de clase media-alta: contratar a un mago, o a un payaso, o a un DJ especializado en música infantil. Incluso montan un pequeño escenario en el jardín, con una torre de luces de colores y unas cortinas de terciopelo rojo.
No hablamos de un mago de renombre. Es solo un joven estudiante que saca un dinerillo extra dedicando los fines de semana a rentabilizar su pasión por la magia. Y es un trabajo realmente agradecido. Los niños siempre se lo pasan como putos enanos.
El último número de la función suele ser el Número de Baúl. El mago arrastra un gran baúl hasta el centro del escenario y pide un voluntario. La mayoría de las veces es el propio cumpleañero quien sube a la palestra. El mago invita al niño a introducirse en el baúl y cierra la tapa. Cuenta hasta diez y vuelca el baúl de un empujón. La tapa se abre. Dentro de él hay un conejo blanco. Aplausos. El niño aparece tras la cortina de terciopelo rojo. Más aplausos. Sus amigos insisten para que les desvele el truco.
Pero esta vez algo sale mal. O demasiado bien. El niño no está tras las cortinas, ni debajo del escenario. Realmente da la impresión de que el niño se ha convertido en un conejo blanco. Los padres llaman a la policía, a los bomberos. Se peina toda la urbanización, se desmonta el escenario minuciosamente. El mago está tan aturdido y asustado que inmediatamente se le descarta como sospechoso. Responde al borde de las lágrimas a las preguntas de los agentes.
Días más tarde, la madre sale a fumar un cigarrillo al jardín. Está totalmente sedada y rota por el dolor. Descubre la presencia del conejo blanco, que mastica briznas de hierba junto a unos arbustos. Nadie se acordó de él tras la fiesta y, por lo visto, se ha quedado deambulando en el jardín. La madre lo recoge y se lo lleva al regazo. El conejo será el eje de todo el teatro de locura materna que está por venir.
No hablamos de un mago de renombre. Es solo un joven estudiante que saca un dinerillo extra dedicando los fines de semana a rentabilizar su pasión por la magia. Y es un trabajo realmente agradecido. Los niños siempre se lo pasan como putos enanos.
El último número de la función suele ser el Número de Baúl. El mago arrastra un gran baúl hasta el centro del escenario y pide un voluntario. La mayoría de las veces es el propio cumpleañero quien sube a la palestra. El mago invita al niño a introducirse en el baúl y cierra la tapa. Cuenta hasta diez y vuelca el baúl de un empujón. La tapa se abre. Dentro de él hay un conejo blanco. Aplausos. El niño aparece tras la cortina de terciopelo rojo. Más aplausos. Sus amigos insisten para que les desvele el truco.
Pero esta vez algo sale mal. O demasiado bien. El niño no está tras las cortinas, ni debajo del escenario. Realmente da la impresión de que el niño se ha convertido en un conejo blanco. Los padres llaman a la policía, a los bomberos. Se peina toda la urbanización, se desmonta el escenario minuciosamente. El mago está tan aturdido y asustado que inmediatamente se le descarta como sospechoso. Responde al borde de las lágrimas a las preguntas de los agentes.
Días más tarde, la madre sale a fumar un cigarrillo al jardín. Está totalmente sedada y rota por el dolor. Descubre la presencia del conejo blanco, que mastica briznas de hierba junto a unos arbustos. Nadie se acordó de él tras la fiesta y, por lo visto, se ha quedado deambulando en el jardín. La madre lo recoge y se lo lleva al regazo. El conejo será el eje de todo el teatro de locura materna que está por venir.
domingo, 1 de agosto de 2010
EL TURCO
En el último tercio del siglo XVIII, un tal Wolfgang von Kempelen diseña y construye un autómata capaz de disputar partidas de ajedrez a un alto nivel. El proto-robot recibe el nombre de El Turco y no es más que un muñeco articulado al que Wolfgang viste como un exótico príncipe de un país remoto. En pocas semanas, El Turco se convierte en una atracción itinerante que recorre las cortes europeas derrotando sin despeinarse a los grandes maestros del ajedrez. Aunque Wolfgang atribuye la destreza de su autómata a un complejo mecanismo de relojería, una buena parte del público comienza a sospechar que hay gato encerrado. Sencillamente, no es posible que una máquina creada por el hombre pueda superar las habilidades de su creador. Y no andan desencaminados. En la que será la última partida de ajedrez de El Turco, una pieza se desprende de su cráneo dejando al descubierto el interior de su cabeza. Es entonces cuando los asistentes al espectáculo descubren la farsa: En el lugar donde debería reposar el cerebro, Wolfgang ha ubicado una pequeña cabina con diminutas palancas en la que se sienta un ser peludo dotado de cuatro brazos. Un ser vivo mezcla de hombre y cobaya que no debe de superar los 15 centímetros de altura y que resulta ser el responsable de las admirables dotes de El Turco. El público abandona la sala en medio de una tormenta de abucheos. Los titulares ondean la palabra "decepción". Días más tarde, Wolfgang tiene el honor de probar uno de los inventos más populares de la época: la guillotina.
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