El velocista cruza la línea de meta, levantando los brazos, mirando hacia el cielo mientras contiene la respiración. Alguien le anuda la bandera nacional al cuello. Un hombre con walkie-talkie le entrega un ramo de flores. El segundo clasificado se acerca al ganador y ambos intercambian un abrazo descafeinado. La victoria ha sido aplastante. Tres metros de ventaja en una carrera de cien. Décimas de segundo que significan todo un abismo.
Pero esperen un momento. Estén atentos a la repetición del tramo final de la carrera en sus televisores, en los monitores gigantes del estadio, en la pantalla plana de un bar de carretera. Porque en la repetición el ganador no gana. En la repetición es el segundo clasificado quien cruza en primer lugar la línea de meta tras remontar en los últimos metros. Las imágenes no mienten. Y nosotros podemos equivocarnos. Equivocarnos todos a la vez.
Es un alivio creer que el ramo de flores se entrega finalmente a su legítimo dueño.
Pero esperen un momento. Estén atentos a la repetición del tramo final de la carrera en sus televisores, en los monitores gigantes del estadio, en la pantalla plana de un bar de carretera. Porque en la repetición el ganador no gana. En la repetición es el segundo clasificado quien cruza en primer lugar la línea de meta tras remontar en los últimos metros. Las imágenes no mienten. Y nosotros podemos equivocarnos. Equivocarnos todos a la vez.
Es un alivio creer que el ramo de flores se entrega finalmente a su legítimo dueño.