domingo, 27 de febrero de 2011

LA HORA DEL VIERNES


Ella se encierra cada viernes en su cuarto, durante una hora, entre las diez y las once de la noche. Se asegura de trabar la puerta con el pestillo que hizo instalar el mismo día en el que se mudaron a la casa. Él no sabe lo que ocurre allí adentro. La hora de los viernes es una concesión a la privacidad de su esposa, algo que funciona como tubo de escape para las tensiones que se acumulan en todo matrimonio. Lo único que está claro es que ella se mete en el dormitorio a las diez en punto y que a él jamás se le ha pasado por la cabeza molestarla. A pesar de los ruidos.

Porque durante una hora entera un festival de sonidos horribles escapa a través de la puerta de la habitación. Gritos de desesperación, disparos, cristales que se rompen, animales que gimen, eructos, el crepitar de una hoguera. Como un televisor a todo volumen que arroja un zapping frenético. Pero los sonidos no provienen de un televisor; no hay ninguna tele en ese cuarto, ni ningún altavoz de ningún tipo. Y son indiscutiblemente reales.

Él se queda de pie, a dos metros de la puerta, quieto como una estatua de cera para que ella no descubra que lo está escuchando todo. Los insultos, el llanto de un niño, un martillo hidráulico destrozando las baldosas. A las once en punto ella abandona el cuarto y propone salir a cenar algo, o ver una película echados en el sofá. Lo dice con la tranquilidad de quien acaba de salir del baño tras soltar una larga cagada. Y el cuarto permanece intacto. No hay cristales en el suelo, nada se ha roto. Una habitación sin ventanas con dos mesitas de noche, una cama y un armario lleno de ropa. Cada viernes, de diez a once, desde hace ya quince años.

miércoles, 2 de febrero de 2011