jueves, 31 de julio de 2008

SEÑORITA ANANÁ

La mascota de los Juegos Olímpicos “Venezuela 2648” es una piña gigante. No hablo de un tipo disfrazado de piña gigante. En el siglo XXVII, crear una piña con rasgos semihumanos y dotada de una movilidad asombrosa es coser y cantar. No es la primera vez que se hace: Australia y el cóndor Teddy Ready. Brasil y la zapatilla Carla. España y Naranjito 2.0.
La piña se llama Señorita Ananá y mide unos tres metros de alto. Se mueve, piensa y habla como un ser humano. Es inteligente.
Para atender simultaneamente a todos los compromisos olímpicos se crean treinta clones de la piña. Treinta Señoritas Ananá. Cada una de ellas con unas pulseras en los bracitos que simulan los aros olímpicos. A primera vista, el aspecto de la mascota es el resultado de una mezcla entre Celia Cruz y un pez globo.
Hay protestas en los foros y en los programas de radio. “En Venezuela, hay cosas más importantes que las piñas”, dicen unos. “Es una demostración rotunda de sequía creativa”, dicen otros. “Nunca llueve a gusto de todos”, resuelve el jefe de estado.
Además, en Venezuela 2648, se da la circuntancia de que se cumplen 400 años de las olimpiadas que han contado con mascotas creadas genéticamente, así que los organizadores deciden reunir a todas las mascotas olímpicas de los últimos 400 años para la inuguración oficial. En total son 99 mascotas. Sólo falta, el quesito Arnold de Canada 2368, que ahora es presidente del país y, la verdad, con la etapa de hambruna que atraviesa su nación no está para jolgorios de este tipo.
Así que las 99 mascotas ya están dando vueltas al estadio olímpico con su mejor sonrisa y la gente aplaude a rabiar. Pero todo toma un giro espeluznante cuando las mascotas comienzan a atacar al público y se atrincheran en el estadio. El espectáculo no tiene parangón. Una banana gigante siembra el terror en el fondo norte. Aparecen helicóteros, militares con lanzagranadas, francotiradores... El comentarista de la televisión venezolana está hablando de “comicidad satánica” cuando es devorado por un poni de tres cabezas.
Y lo que ocurre después sobrepasa los límites de toda capacidad narrativa.

JULIO ACERO A PUNTO DE LLORAR

Entro al despacho de Julio Acero casi temblando. No es común que el director general de la empresa solicite la presencia de un simple becario con carácter urgente, así que efectúo un rápido repaso mental de mis malas acciones. Robo de grapas y grapadora, uso no autorizado de la fotocopiadora, e-mails de contenido grosero... Nada que pueda justificar un llamamiento del mismísimo Julio Acero, uno de los hombres más influyentes de la industria juguetera en España.
Doy tres golpes a la puerta con una intensidad calculada.
-Adelante.
Y me encuentro al señor Acero, director general de DiverToys S.A, subido a cuatro patas en la mesa de su despacho, con los pantalones bajados a la altura de sus tobillos. Su rostro rojizo y sudoroso, como a punto de explotar. La respiración agitada. La urgencia en el temblor de sus labios.
-Por favor, David Falcó –susurra.- Méteme un dedo en el ano.
No lo dice de forma arrogante, ni dando a entender que su cargo en la empresa le otorga esa clase de derechos. Lo dice como quien pide agua después de haber caminado durante tres días bajo el sol del desierto. No es una orden. Es un ruego desesperado. Y además se ha acordado de mi nombre. Y de mi apellido. El uso de mi apellido en estas circunstancias es ciertamente inquietante.
-David Falcó, te lo suplico. Ven aquí e introduce tu dedo en mi culo. Ni siquiera te pido que te acerques demasiado. Sólo alarga el brazo y mete tu dedo índice en mi ojete. Por favor, por favor, por favor.
La silueta del señor Acero a contraluz, como un perrito moribundo sobre la mesa, con los pantalones bajados y mostrando un culo peludo y blanco. Julio Acero a punto de llorar.

VIDA EN EL McALLÁ

Tras morir plácidamente después de una penosa convalecencia y atravesar el famoso tunel de luz blanca, Raúl Salgado descubre que el más allá es simplemente un bucle que tiene lugar en la cola de un McDonalds. Así de simple. Ahora la conciencia de Raúl está encerrada en el cuerpo de un adolescente que espera su turno en una franquicia de la popular cadena de hamburguesas.
Pero la secuencia dura solamente unos cinco segundos. Cinco segundos en los que un adulto trajeado abre la cartera para abonar el happy meal de su hijo y varias monedas caen al suelo con estrépito visual pero sin sonido. Y cuando las monedas aún no han dejado de rebotar y el hombre flexiona ligeramente las rodillas para recogerlas, el bucle comienza de nuevo. Un loop en el que Raúl Salgado es plenamente consciente de todo lo que ocurre.
No es como una especie de ensoñación ni nada parecido. Raúl está allí, sintiendo el roce de una gorra demasiado ajustada en su cabeza, observando la frente sudada de la chica del mostrador. Los pelitos en la nuca de la joven que espera su turno delante de él. El ligero amago de su nuevo cuerpo que, en un acto reflejo, decide ayudar al hombre trajeado a recoger las monedas. El calor pegajoso de la parrilla. Sólo la falta de sonido dota a la escena de una cualidad vagamente pesadillesca.
Y, sin embargo, existe una cierta libertad dentro de la claustrofobia. Raúl puede mover los ojos y sus pensamietos no son interrumpidos cada vez que se inicia el loop.
Así que durante sus primeros años en el más allá se dedica a fijarse en cada detalle de la escena para tratar de encontrar algo de sentido en todo esto. Aprende la forma y textura de cada mancha de tomate incrustada en el mostrador. Convierte el tablón de precios en una especie de mantra inútil. Y, para paliar la soledad, comienza a considerar al hombre trajeado como su mejor amigo.
Millones y millones de loops después, no sólo no ha encontrado respuestas sino que las preguntas se multiplican. ¿Es éste un más allá personalizado o todo el mundo y en todas las épocas termina aquí sus días? Raúl se imagina a hombres ilustres como Napoleón, Sócrates o Bach literalmente flipando en estas circunstancias. El hombre trajeado, la cajera, la chica que espera frente a él... ¿Son también cuerpos que encierran a otras almas asustadas? ¿Es esto el cielo o el infierno? ¿Quizás el limbo? Etcétera, etcétera.
Así que Raúl, de un modo que resulta ciertamente difícil de explicar, termina adaptándose a su nueva vida y consigue establecer una especie de comunicación enfermísima y sofisticada con la gente que le rodea en el McDonalds. Un diálogo imperceptible. Además, está empezando a sospechar que la chica del mostrador trata de tirarle sutilmente los trastos.

CERVICALUS

Ese hijo de puta lleva tres noches seguidas viniendo al parque con esa cosa repulsiva que ataca a nuestros perros. Y me da igual que el hombre se muera de vergüenza y no deje de repetir “lo siento” y “no volverá a ocurrir” con su voz temblorosa y como de viejo marica cada vez que su mascota da un zarpazo a mi pequeño Poty.
Bueno, su mascota... Eso si se le puede llamar mascota a una especie de mantis religiosa gigantesca con piel viscosa y enormes colmillos que parece sacada de El señor de los anillos. Fíjate que el tipo la lleva atada con una cadena... No te hablo de una correa, sino de una CADENA. Y aún así no puede controlar sus embestidas. Es ese bicho lo que pasea al dueño, y no al revés. El otro día le arrancó la cabeza de una dentellada a Chipi, el pequinés de Doña Julia. La pobre mujer llorando con el cuerpo decapitado de su perrito entre los brazos, con el vestido empapado en sangre... Y ese malnacido pidiendo perdón una y otra vez y echándole tímidamente la bronca a su monstruo. Menos mal que lo de mi Poty son sólo rasguños, porque es un perrito ágil, con reflejos. Por eso se llama Poty, como el bailarín.
Lo más extraño del asunto es que el tipo, el cabronazo que pasea al monstruo, no parece mostrar ningún... afecto por su mascota. Es como si alguien le obligara a pasearla cada noche por el parque. En el fondo, da un poco de lástima. Pero, ¿qué quieres que te diga? No vamos a consentir que esa criatura gigantesca ponga en peligro la vida de nuestros perros, así que esta misma noche vamos a dejarle bien clarito quiénes mandan en el parque. Te hablo de darle una paliza al tipo. Una buena tanda de hostias. ¿Te apuntas, no?

HIMNO AL DISFRAZ

Esteban cumple nueve años y sus padres han organizado una fiesta de disfraces en el jardín de la urbanización. Hay globos de helio con distintas formas y colores atados en los reposabrazos de las sillas. Hay banderitas y una piñata de Shrek colgada entre dos farolas. Es el mes de agosto y la mamá de Esteban se ha encargado de avisar al resto de mamás de que los niños traigan el bañador.
Los primeros en llegar son los padres de Eric. Su hijo viste un elaborado y realista disfraz de oso panda que su madre asegura haber confeccionado con sus propias manos. Si no fuese por los movimientos torpes de niño y la inexpresividad del rostro podría pasar por un auténtico oso panda. Ni siquiera parece que exista un hueco por el que pueda respirar.
El disfraz de Esteban es un clásico: Supermán. Mallas azules, capa roja y el pelo saturado de gomina.
Aparecen más invitados. Los Rocafort han disfrazado a su niña de La Momia; la señora Maite trae al niño vestido de Estatua de la Libertad (el disfraz es acojonante, fabricado en una especie de goma que imita la textura de la piedra). Los mellizos Cáceres traen dos disfraces de Teletubbie que parecen sacados directamente de un contenedor de basura.
Es curioso, pero todos los disfraces se componen de traje y máscara. Solo el rostro de Esteban, el anfitrión, es claramente visible. El resto de niños muestra en sus movimientos claros signos de fatiga y falta de aire. Sin duda, Lourditas debe de estar sudando la gota gorda dentro de su armadura medieval.
Cada niño recibe la asistencia de sus mamás para sentarse entorno a la mesa (tablón y caballetes). Como suele ocurrir en este tipo de fiestas, los hombres beben cerveza enlatada a varios metros de la acción, hablando de sus cosas, dejando que sean sus esposas quienes se encarguen de la logística.
Una breve ráfaga de viento tumba un par de vasos de plástico vacios. Se echa en falta algo de música.
-Venga, chicos. A comer –dice la mamá de Esteban.
Y, con una sincronización pasmosa, las madres retiran la parte superior del disfraz de sus respectivos hijos para que puedan beber sus refrescos sin impedimento. Y es entonces cuando Esteban se da cuenta de que esos no son sus amigos. Y los adultos de que esos no son sus hijos.